Rev. Salvador
Gavaldá Castelló
“ Cuando vino
el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer...” Gálatas 4:4
Imaginemos una supuesta escena
en la que el más importante inventor norteamericano, Tomás Alva
Edison, muestra en su laboratorio de New Jersey, el reciente invento
de la lámpara de incandescencia con filamento de carbón. Las personas que le rodean admiran la luz que
se desprende de la lámpara y exclaman:
“Todo es maravilloso, pero no durará; en cuanto
termine este fenómeno ya no volveremos a ver la luz en esta lámpara”. Pero Edison les responde: “Ustedes están equivocados.
Eso no es así, pues la luz que están viendo no es algo extraño a la
naturaleza, sino la revelación de un poder que está en el universo hasta ahora desconocido, pero
existente. Ese poder ha sido liberado y
canalizado, y esta luz será vista en todas partes”.
La Navidad podemos verla con
los ojos de los que supuestamente admiraron el invento de Edison y exclamar: “Esto de que
el Hijo de Dios nazca en Belén es maravilloso, pero no se prolongará, ya que
ocurre y no volverá a ocurrir . Se trata
de una acción en una determinada ocasión”. Y año tras año celebramos la Navidad, recordando un hecho ocurrido hace dos mil años y que
no puede repetirse. ¡Qué gran error pensar así!
La Navidad, como aclaró Edison con
su invento, es un evento, sí, que ocurrió hace muchos
años, pero como
consecuencia de un poder existente, desde siempre y localizado en el corazón de Dios, Su
amor. Este amor ha sido liberado y
manifestado, en el momento providencial, en una acción
determinada: El Nacimiento de Jesús, el
Salvador.
Si entendemos bien el sentido de la Navidad, caeremos en la
cuenta de que el nacimiento de Jesús en Belén es signo y demostración de lo que
puede ocurrir en cada hombre y en cada mujer.
Cuando el amor de Dios tiene cabida en un corazón hay una
Navidad, un nacimiento del Hijo de Dios, el Emanuel.
Está bien que celebremos la Navidad como un hecho histórico ocurrido
hace dos mil años, reproduciendo la escena con “nacimientos”, dramas,
cantando, compartiendo en comidas típicas, felicitándonos, haciéndonos regalos, etc.
Esto es bonito, tierno y genuino. Pero si nos quedamos sólo con esta
manera de celebrar, podemos sentirnos insatisfechos. Es necesario completar la misma con la visión preferida
por los escritores del Nuevo Testamento: Cristo vino para nacer en cada corazón humano.
“A lo suyo vino y los suyos no le recibieron. Más a todos los que le recibieron, a los que creen en
su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son
engendrados de sangre ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón sino de
Dios. Y aquel Verbo fue hecho carne, y
habitó entre nosotros... lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:11-14).
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en
otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha
hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo”
( Hebreos
1:1-2).
“Porque la Vida fue manifestada y la hemos visto, y
testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se
nos manifestó” ( I Juan 1:2).
Esta genuina visión de la Navidad tiene poder de transformar y nos
deja saber que Dios nos amó y nos ama, y que, por pura iniciativa, y no por nuestras
componendas, nos envía un Salvador.
Mientras haya en el mundo un ser humano necesitado de salvación puede haber
una Navidad. Y el amor de Dios que
propicia la salvación es la razón y el propósito de la Navidad.
¡A celebrar, pues, la Navidad, el momento de Dios en el mundo
y en el corazón! ¡Felicidades
porque en tu corazón ha nacido el Hijo de Dios y tú, con Él, a una vida
nueva!
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