domingo, 14 de abril de 2013

EL VALOR DE UN TRATADO


La experiencia de la resurrección de Cristo como que nos impulsa con renovado entusiasmo, al igual que los primeros cristianos, a testificar que Jesús, el Cristo, es el Señor, y contribuir, por consiguiente, a que los seres que pueblan nuestro planeta puedan vivir una vida más íntegra, más decente, más noble, más genuina, en resumidas cuentas, más cristiana.  Este sentimiento, aunque muy plausible y loable, puede encontrar, no obstante, un serio obstáculo a la hora de ser canalizado, y es que, en general, pensamos que para testificar debemos tomar un curso intensivo de evangelismo.  Nada más lejos de la verdad, ya que cualquier frase dicha y gesto efectuado en el nombre del Señor pueden producir un efecto sorprendente, por el poder del cielo, en la persona que es objeto de nuestra particular atención.  A propósito de esto, comparto una interesante y entrañable historia.
Hace ya algunos años, un joven matrimonio español se estableció en la ciudad de Nueva York.  El nacimiento de un hijo trajo mucha alegría a sus vidas.  ¡Una razón más para seguir luchando!  Pero esa criatura al llegar a la juventud cayó en las redes de la droga.  La situación de esta familia se tornó sumamente angustiosa.  El matrimonio, después de hacer todo lo humanamente posible a su alcance para ayudar al hijo y nada lograr, decidió, con los pocos recursos económicos que le quedaban, establecerse en Puerto Rico, buscando algo de tranquilidad para los últimos años de sus vidas.  El hijo quedó en la Babel de Hierro deambulando y pasando a engrosar el grupo de los drogadictos de la gran ciudad.
Un día, este joven, rayando ya la adultez, se encontraba en la salida de una de las estaciones del tren en la calle Broadway, en Brooklyn extendiendo la mano, pidiendo dinero para alimentar la drogadicción.  Se le acercó un anciano ministro y le entregó un "tratadito", diciéndole:  "Hijo mío, no tengo dinero encima; pero toma esta literatura y léela en algún momento del día".  El anciano ministro se llamaba Cotto Thurner y era pastor en la Iglesia Metodista de la Calle Sur Tres en Brooklyn; el joven adulto era Jaime Gallego.  Jaime en algún momento del día y en algún lugar de la transitada calle Broadway leyó algo en el tratado y quedó altamente impresionado.  Se trataba de las palabras de Jesús a Nicodemo:  "De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna". (Juan 3: 16).  Ni corto ni perezoso Jaime fue en busca del pastor y éste tuvo la oportunidad de presentarle el plan de salvación. Jaime, después de escuchar al Rev. Cotto Thurner, se sintió tocado por el amor y el perdón de Dios, aceptando a Jesucristo como su Señor y Salvador.  Seguidamente se sometió a un proceso de desintoxicación.  Una vez rehabilitado, ingresó en un seminario y se le capacitó para trabajar como ayudante de capellán en las cárceles, donde realizó una encomiable y fructífera labor.  En su momento, contrajo matrimonio y formó una hermosa familia.
Conocí muy bien a Jaime, ya que fui su pastor en la Primera Iglesia Presbiteriana de Habla Española en Brooklyn, donde se congregaba mientras ministraba en las instituciones carcelarias de la ciudad y escuché en varias ocasiones, pero siempre con gran interés y admiración, su entusiasta testimonio, proclamando que el poder de Dios puede transformar una vida, aunque los seres humanos la consideren irremediablemente perdida.
Un pequeño gesto, la entrega de un "tratadito", tuvo como consecuencia, por el poder de Dios, la conversión de Jaime y, por medio de Jaime, muchos otros vinieron a los pies del Señor.  ¿No les parece esto bello y estimulante?  Si verdaderamente estamos convencidos de que Jesús es nuestro Señor y Salvador, nada ni nadie puede ser obstáculo para que una manera sencilla, pero eficaz, podamos compartir esta gran verdad, tocando vidas y contribuyendo a un mundo mejor.

Rev. Salvador Gavaldá Castelló

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