domingo, 12 de mayo de 2013

Exhortación Pastoral

Las Lágrimas de una Madre
En el Museo de Louvre, Paris, una de las mejores pinacotecas del mundo, se puede contemplar un cuadro de Ary Schefer, célebre pintor, en el que se refleja la estrecha relación que hubo entre San Agustín de Hipona y su santa madre Mónica, hasta el punto de formar hijo y madre una pareja inseparable.

Agustín nos dejó un magnífico retrato de lo que fue para él su madre, Mónica, en su escrito de las Confesiones.

Uno de los relatos más tiernos en la vida de Agustín lo encontramos pocos días antes de la muerte de su madre. Los dos se encontraban en Ostia Tiberiana, la ciudad portuaria de la Roma Imperial, alojados en una tranquila casa, retirados del bullicio de la gente, después de regresar de Milán y preparándose para el largo viaje de regreso a África. Madre e hijo estaban solos, asomados a una ventana que daba a un bello huerto. Hablaron de temas profundos relacionados con la vida del espíritu. Agustín ya había vuelto al redil del cristianismo. Cuando se preguntaban acerca del significado de la expresión evangélica "entra en el gozo de tu Señor(Mateo 25:21), Mónica tomó la palabra y dirigiéndose a su hijo dijo:  "Hijo mío, por lo que a mí toca, nada me deleita ya sobre la tierra.  No sé por qué y para qué estoy aún, agotadas como están para mi todas las esperanzas de este siglo.  Una cosa me movía a desear un poco más de vida, y era que quería verte cristiano antes de morir.  Esto me lo ha concedido el Señor muy más allá de mis esperanzas, pues veo que también tú has despreciado el mundo para servir a Dios.  ¿Qué sigo, pues, haciendo aquí? (Confesiones 9, 11).  Mónica a los cinco días cayó enferma con grandes fiebre y murió, lejos de su tierra natal.

Agustín sintió mucho la muerte de su madre.  "Mientras yo le cerraba los ojos invadía mi pecho una tristeza sin fondo de la cual se formaba un torrente de lágrimas que quería salir por los ojos; pero un viento imperio de mi voluntad me absorbía el torrente y mis ojos permanecían secos."
(Confesiones 9, 12).  Más tarde el Señor permitió que sus ojos derramaran lágrimas y expresara ante los demás su dolor.  Llegó a su corazón el consuelo de lo alto y sus húmedos ojos miraron al cielo con una plegaria:  "Gracias, Señor por aquella sierva tuya que me dio a luz en la carne para esta vida temporal, y me engendró en su corazón para que renaciese a la vida eterna" (Confesiones 9, 8).  ¡Y es que Mónica fue doblemente madre de Agustín!
Agustín, Obispo de Hipona, nació un 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Tagaste, en la Argelia actual.  Su padre, Patricio, era pagano.  Su madre, Mónica, mujer cristiana, comenzó a sembrar en su hijo recién nacido el tesoro del amor de Dios, enseñándole a romper los nudos de su lengua con la invocación a Dios y halagándole los oídos con la música del nombre de Jesús.  Lo reconoció él posteriormente, dirigiéndose a Dios:  "Tu misericordia hizo que el nombre de tu Hijo, mi Salvador, lo bebiera yo con la leche materna y lo tuviera siempre en muy alto lugar; razón por la cual una literatura que lo ignora, por verídica y pulida que pudiera ser, no lograba apoderarse de mí"(Confesiones 3, 4).

Mónica educó a su hijo en los principios de la fe cristiana y, junto a su esposo, lo encaminó en el estudio de las "letras" o humanidades, logrando el joven estudiante lo máximo a lo que podía aspirar un hombre culto de su tiempo:  profesor de retórica.

Con el tiempo, el joven y estudioso profesor se desvió del camino, abrazando líneas de pensamientos ajenas a la experiencia cristiana y llevando un ritmo de vida altamente reprochable desde el punto de vista de la ética cristiana.

A los treinta años llegó a la ciudad de Milán, ya que fue nombrado profesor de la cátedra de retórica por mediación de su profesor Simaco, prefecto de Roma.

Su madre oraba y lloraba por la conversión de su hijo.  Así lo expresó Agustín:  "Tu sierva fiel lloró por mí más de los que suelen todas las madres llorar los funerales corpóreos de sus hijos.  Ella lloraba por mi muerte espiritual con la fe que Tú le habías dado".  (Confesiones 3, 10).

La afligida madre, en su impaciencia por ver a su hijo en el correcto camino, se desahogó y pidió consejo a un obispo amigo.  "Déjalo en paz- le respondió el consejero- y solamente ruega a Dios por él.  Él mismo, con sus lecturas, acabará por descubrir su error y la mucha malicia que hay en él".  Y como ella no se resignaba, el obispo, un tanto molesto acabó por decirle:  "Déjame ya y que Dios te asista.  No es posible que se pierda el hijo con tantas lágrimas".

Mónica no sólo oraba y lloraba por la conversión de su hijo, sino que le seguía de cerca.  Y un día llegó a Milán con la firme persuación de que su hijo reencontraba el camino.  Y así fue.  Mónica, a quien el Señor ya había utilizado para que su esposo antes de morir se convirtiera, ahora ayudada por Ambrosio, Obispo de Milán, y el monje Simpliciano, fue usada por el Señor para tocar el corazón de su hijo.  ¡Que día tan memorable aquel cuando Agustín exclamó de rodillas:  "Me enviaste de lo alto tu mano, Señor, y sacaste mi alma de esta profunda oscuridad".

En adelante la historia y la espiritualidad del Obispo de Hipona y llamado teólogo de la Gracia, estaría trenzada en la influencia de su madre inolvidable.

¡Qué ejemplo el de Mónica! Su testimonio es el de todas las madres buenas, que viven para el bien de sus hijos, que en ocasiones son "hijos de lágrimas".

Felicidades, Madres, en su día. Que Dios les bendiga mucho y que todos sus sueños sean realidad para gloria del Señor y felicidad de cada una de ustedes.

Rev. Salvador Gavaldá Castelló

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