lunes, 6 de mayo de 2013

EXHORTACIÓN PASTORAL

Mi Dios y yo
Así comienza un antiguo, conocido y valorado himno, y así titulábamos el pasado domingo la reflexión dominical basada en el episodio de los caminantes de Emaús.  Y es que el bello contenido doctrinal del himno "Mi Dios y yo" resume prácticamente el mensaje que emana de una de las páginas más bellas de la Biblia, que nos narra la estampa de aquellos dos discípulos de Jesús de Nazareth, quienes el mismo día de la resurrección, estando el Señor vivo y teniendo noticia de ello, deciden regresar desilusionados y abatidos a su casa, en Emaús, alejándose de Jerusalén y de sus antiguos compañeros, en actitud derrotista, como si nada hubiese pasado, dando la espalda a la esperanza de una vida mejor y más digna por la que suspiraron mientras acompañaron al Maestro de Galilea.

El pasado domingo recordábamos en la predicación que durante el regreso a la aldea de Emaús, los discípulos tuvieron un compañero de trayecto excepcional, Cristo Resucitado, quien tuvo una animada y provechosa conversación con ellos.  Esta singular conversación hizo nacer en el espíritu de los caminantes de Emaús, al llegar a su destino, el ferviente deseo que Jesús, a quien todavía no habían reconocido, se quedara con ellos.  ¡Qué bella y oportuna súplica:  "Quédate con nosotros porque se hace tarde y el día declina"!

En el interior de la casa ocurrió algo sorprendente.  Al sentarse alrededor de la mesa, se esperaría que uno de los dos anfitriones tomara el pan y lo distribuyera; pero en este caso el invitado se adelantó, ya que tomó el pan en sus manos, lo bendijo y lo partió.  En ese preciso momento los ojos de los discípulos fueron abiertos y reconocieron a Jesús, el Resucitado.  Inmediatamente después comentaron entre ellos:  "¡Ahora comprendemos por qué nos emocionábamos tanto en el camino cuando nos hablaba y nos descubría el sentido de las Escrituras".  En la fracción del pan los discípulos no sólo vieron al Resucitado sino que lo experimentaron resucitado, por eso sus vidas fueron transformadas y con Cristo resucitaron a una vida nueva.

La fracción del pan, en el pensamiento teológico del Nuevo Testamento, es signo de la presencia espiritual, nueva y poderosa, del Resucitado en la vida de cada hombre y cada mujer creyente.

Generalmente cuando hablamos de la fracción o partimiento del pan en este episodio de la Resurrección lo relacionamos directa y exclusivamente con la Santa Cena o Comunión, donde el Cristo Glorioso se hace presente de una manera particular y misteriosa en la congregación de los creyentes y, a su vez, la configura como la comunidad de la Pascua, previa proclamación, naturalmente, de la Palabra.  Pero no necesariamente el gesto de la fracción o partimiento del pan en la mesa de los discípulos de Emaús, agota su significado de presencia del Señor Resucitado en la Santa Cena, ya que este gesto es signo también de la presencia del Señor, el Cristo, como compañero de camino, en el diario vivir de los hombres y las mujeres creyentes.

El texto sagrado nos indica que los dos discípulos una vez reconocieron al glorioso Jesús en el partimiento del pan, se levantaron de inmediato, desandando el camino que les trajo a Emaús desde Jerusalén.  No les importó si el sol se había puesto y reinaba la oscuridad, pues sus vidas, iluminadas y transformadas por la presencia del Resucitado, fueron impulsadas por el poder del cielo hacia el amanecer, el nuevo día.  Ya el Maestro no caminaba a su lado sino en sus corazones.

Caminar bíblicamente es vivir.  El cielo no nos garantiza que el caminar o vivir sea una experiencia exenta de dificultades, contratiempos y problemas; pero de lo que sí podemos estar seguros es de que la presencia del Cristo Resucitado en nuestra vida, dándonos fortaleza, luz, aliento, seguridad, paz, etc... y plena certidumbre en que nuestro destino final será glorioso y gozoso.

Quiero compartir con ustedes una experiencia inolvidable o, si prefieren, un testimonio de la presencia del poder del Resucitado en mi vida y en la de mi esposa Zulma.  Residía en el año 1988 junto a mi familia en la ciudad de Clifton, New Jersey.  Me dirigía junto con zulma a la Primera Iglesia Presbiteriana de Habla Española en Brooklyn, donde me desempeñaba como Pastor, por la ruta #80, la ruta acostumbrada; por la que atravesando el puente Washington y bordeando la parte este del Río Hudson, llegaba fácilmente a la comunidad de Williamsburg, donde está todavía ubicada la iglesia.  Tenía compromiso de reunirme con los maestros de Escuela Bíblica, como era costumbre los viernes, para preparar la clase de la Escuela Dominical.  Estaba asomando el invierno, hacía frío y un tenue manto de nieve había cubierto el firme de la ruta a seguir.  Nuestros hijos Salvador David y Juan Carlos, de 5 y 3 años respectivamente, se quedaron en casa al cuidado de un señor amigo, en quien tanto nosotros como ellos tuvimos gran confianza.  Todo parecía ir bien durante el trayecto hasta el momento en el que el carro se me barrió y, golpeando la barreda de seguridad, quedó en dirección contraria.  Un camión con sus potentes luces venía hacia nosotros e inevitablemente nos iba a arrollar, pues a causa del estado de la carretera no tenía margen de maniobra.  En mi vida me he encontrado frente a la muerte en varias ocasiones, pero nunca la había visto tan cerca como en aquella ocasión.  Ni de la boca de Zulma ni de la mía salió expresión alguna, simplemente en nuestro silencio paralizante nos encomendamos a Dios.  En conversación posterior caímos en la cuenta de que los dos coincidimos en la misma  plegaria:  "En tus manos, Señor".  Algo sorprendente ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.  El camión desapareció de nuestra vista y nuestro carro con nosotros dentro, como si hubiese sido transportado por una fuerza misteriosa, apareció fuera de la ruta #80, en la salida a otra ruta, que de momento no identificamos, pero que posteriormente supimos que era la #46, la cual nos regresó a casa sanos y salvos.  Durante el trayecto de regreso, ya más sosegados, paramos un momento, nos abrazamos, y dimos gracias a Dios, y el resto del trayecto guardamos silencio reverente, pensando en lo que el cielo acababa de hacer con nosotros y por nosotros.  ¿Un acto providencial?  ¡Más que eso!  ¡Fue un milagro!  Nunca cesamos de dar gracias a Dios, el compañero de camino, por ello.  Desde entonces el himno "Mi Dios y yo" tiene para nosotros un atractivo especial, y por eso, solos o acompañados, tarareando abiertamente, en la calma o en la tormenta cantamos con entusiasmo y sentido:
"MI DIOS Y YO andamos por la senda, juntas las manos en firme amistad.  De su sonrisa y dulce voz disfruto.  Mi Dios y yo, unidos en lealtad.  Mi Dios me habla de sus planes idos y de sus planes hechos para mí.  Antes que Él el universo hiciera, mi eterno Dios velaba ya por mí.  Mi Dios y yo iremos siempre juntos, cada momento hasta el día final; cuando este mundo y todo aquí fenezca, con Él, con Dios, seré en la eternidad".

Y concluimos diciendo:  ¡Amén! ¡Así sea!... a la voluntad del Señor.  ¡Amén!...tanto por la vida que Dios nos da como por la vida que nos reclama.  ¡Amén!...tanto en la bonanza como en la tormenta.  ¡Amén!...tanto en el problema como en la solución.  ¡Amén!...tanto en lo fácil como en lo complicado.  ¡Amén!, tanto en la tierra como el cielo, en el tiempo como en la eternidad... ¡Amén! y ¡Amén!... hoy y siempre.

Rev. Salvador Gavaldá Castelló

1 comentario:

Gladis Diaz dijo...

Gracias amados hermanos, desde hace mucho tiempo busco la letra del himno que de pequeña aprendí y fue solo en este blog que lo encontré, en mi niñez fui miembro de una iglesia presbiteriana aquí en Venezuela, lástima que no tenemos el autor de este bello himno. Bendiciones.